El Mercado Central agrupa a casi 400 pequeños comerciantes, movilizando en la actividad diaria a 1.500 personas. Es el mayor centro de Europa dedicado a la especialidad de productos frescos; y el primer mercado del mundo que ha afrontado el reto de la informatización de las ventas y distribución a domicilio, desde el día 2 de octubre de 1996.
Es uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad de Valencia. Conviene perderse por sus calles, admirar la policroma de las frutas, sentir el murmullo de las voces de la gente que habla y ríe; percibir los olores de la calabaza asada, de las naranjas, del apio y las alcachofas; de los hornos, de las hierbas y especias, a las que es tan dada la cocina valenciana; especias que ya se recibían en Valencia provenientes de Oriente a través de la ruta que pasaba por Venecia y Nápoles en el siglo XV; y que Joanot Martorell ensalzó en "Tirant lo Blanch" al referirse al jengibre junto con la malvasía.
Apreciado por los valencianos, al Mercado Central se acude cumpliendo un rito ciudadano, tradicional, cuando llegan los días navideños y los puestos compiten en ornamentación. Como réplica de los frutos en vidrieras y cerámicas, se diría que la huerta, prodigiosamente, muestra toda la riqueza y variedad de sus cosechas especialmente colocada en cestos de mimbre, esparto o cáñamo; mientras que los mariscos y pescados tienen un lecho de hielo y perejil; sin olvidar toda la variedad de frutos secos -especialmente higos y ciruelos- que con el "porrat" (garbanzos en salmuera unas horas, que después se asan y reciben un baño de yeso y sal) se solicitan en estas fechas, cuando hay que comprar "el arreglo" (conjunto de ingredientes ) para el "puchero de Navidad", el plato humeante que congrega a la familia y se cantan villancicos que son delicadas canciones de cuna: "No plores fillet, que et vela la mare; adorm-te que el pare et fa un bressolet".
Desde 2004, la Rehabilitación Integral del Mercado está a cargo del estudio madrileño Fernández del Castillo Arquitectos, dirigido por Horacio Fernández del Castillo. Su intervención ha consistido en una restauración completa del edificio; y una puesta al día de la función comercial como mercado y de sus instalaciones.
Está situado entre la plaza del Mercado, al lado de la Lonja de la Seda y la plaza de la ciudad de Brujas. La calle vieja de la Paja separa el Mercado Central de la Iglesia de los Santos Juanes. En el lado opuesto, el Mercado Central da a las bonitas calles Palafox, plaza En Gall y calle de las Calabazas.
En el Mercado Central se vende todo tipo de alimentos como pescado, mariscos, frutas, carnes y embutidos tanto para consumo doméstico como para abastecer a importantes restaurantes de Valencia. La compra en este lugar está cargada de gran encanto por la belleza de su arquitectura y la tradición e historia del mercado. El horario de apertura es todos los días, excepto el domingo, de 7:30 a 14:30.
El Mercado Central combina el metal, las cúpulas, el vidrio y las columnas, al recuerdo gótico del modernismo, como si de una catedral del comercio se tratara, combinando muy bien con la vecina Lonja de los Mercaderes. El lenguaje expresivo predominante es el del modernismo, aunque también se advierten elementos historicistas y novecentistas. Resulta difícil realizar una valoración arquitectónica del Mercado Central o calibrar su grandiosidad a través de las cifras.
Exactamente, ocupa una superficie de 8.160 metros, dividida en dos zonas o polígonos; el primero de ellos es irregular, con una superficie de 6.760 metros cuadrados; y el otro, octogonal, destinado a la pescadería, tiene una extensión de 1.400 metros cuadrados. El sótano es de 7.690 metros cuadrados; se dedicó a la subasta del pescado y actualmente lo utilizan los vendedores para aparcamiento. Las cúpulas, de hierro, cristal y cerámica (la central alcanza los 30 metros) y las veletas que las coronan: la de la cotorra y la del pez, se integran a una panorámica paisajista de torreones y campanarios eminentemente valenciana.
La distribución del interior es racional y perfecta, de manera que los puestos se sitúan a lo largo de una serie de calles rectilíneas atravesadas por dos anchas vías. Se concibió para 959 puestos, formados en la zona general por tiendas altas cerradas para carnicería, tocinería, ultramarinos y quincalla; tiendas bajas para venta de patatas, legumbres, verduras, frutas y gallina; tiendas altas abiertas para venta de pan, volatería, carne y caza, existiendo en la pescadería tiendas altas para venta de salazones y despojos, y tiendas bajas para pescado.
El mercado surgió en la Valencia árabe, alrededor de la mezquita, en un laberinto de calles y plazuelas cuya nomenclatura ha sido elocuente testimonio: la plaza de la Virgen se llamó de la Paja; la que ocupaba el solar donde se construyó el Aula Capitular, de las Gallinas; la del Arzobispo, de la Fruta; y otra inmediata, la de la Hierba. No obstante, dada la importancia agrícola y la densidad demográfica, parece ser que se mantenía también un mercadillo en el arrabal de la Boatella (extramuros), prolongación del barrio de la Alcaicería, que se caracterizaba por la ordenación del comercio especializado, auténtico cordón umbilical unido a la carnicería y matadero situados en la actual plaza Redonda, próxima a la plaza de Les Herbes, luego Peixcatería y, finalmente, Lope de Vega.
Por privilegio dado en Barcelona el año 1261 y confirmado en Gerona en 1264, Jaime I concedió mercado semanal con carácter de feria a la citada zona de la Boatella, sobre cuya mezquita se edificó la ermita de los Santos Juanes. En esa misma demarcación -germen de la vida mercantil- Jaime I cedería otra mezquita a Fray Pedro Nolasco, miembro de su séquito, que fundó el convento de la Merced. De esta época, la del cambio de minaretes por campanarios, fue también el convento de las Magdalenas, conocido popularmente por «Les Malaenes». La leyenda refiere que fue construido a expensas de un caballero para encerrar a su esposa, que lo abandonó huyendo con un marinero, y a la que encontró años después vendiendo pescado en Valencia.
El convento de «Les Malaenes» estaba limitado por las calles del Molino de Na Rovella, Calabazas y de las Magdalenas; perduró hasta 1838, cuando a causa de la desamortización el Ayuntamiento duda entre destinar el claustro gótico a pescadería y ampliar la plaza, o construir un nuevo edificio derribando todo el convento y rectificar las alineaciones de la plaza. Por motivos económicos se consideró construir el Mercado Nuevo; mercado descubierto bajo pórticos exentos, desarrollados tras una fachada principal y adaptándose a los espacios irregulares ocasionados por el derribo.
Cabe resaltar que el carácter permanente del mercado data de tiempos de Pere el Ceremoniós, quien había ordenado a los Jurados de la Ciudad la edificación de unas nuevas murallas. En las antiguas, por no parecer suficientes las puertas de Tudela y de la Boatella, se abrió un boquete que comunicaba el casco antiguo con el mercado, originando posteriormente la calle del Trench.
El desenvolvimiento mercantil se consolidó; y a partir de 1344 comienza a funcionar la Lonja de los Mercaderes, compartiendo con el Tribunal del Consulado un edificio en la plaza del Collado, que luego se destinaría a Lonja del Aceite distribuyéndose los almacenes por toda la ciudad: de trigo, en el Almudín; de aves, cacharrería y vidrio, en la plaza Redonda; de arroz y frutos secos, en la Lonja; de sal, en el Temple; de paja y algarrobas, en la plaza de la Encarnación; de caballerías, en el Llano del Remedio; de esparto, en la plaza de Mosén Sorell; de tejidos y mantas, en las calles de Mantas y Bolsería; y de pescado, en la calle del Trench; mientras que los habituales de alimentación se instalan en las plazas del Mercado, Congregación y Mosén Sorell.
La fama del Mercado de Valencia transciende a Europa y aquí vienen a establecerse los franceses -en la calle Dels Drets- que vendían tejidos, blondas, encajes y quincalla fina; en la de los Hierros de la Lonja los mercaderes suizos y alemanes, expendedores de quincalla barata; y en la de La Bolsería, genoveses y malteses, que monopolizaban el comercio de lienzos. La plaza del Mercado se convirtió en centro neurálgico de la vida ciudadana, que despertaba con el alba, cuando llegaban los carros de las huertanas bien repletos de hortalizas y frutas; y se levantan aquellos puestos de madera y lona limitados por capazos de esparto. Allí acudían los marinos genoveses y catalanes; las damas y sirvientas; caballeros y celestinas; ladronzuelos, ciegos que cantaban gozos de santos y horrorosos crímenes; frailes, soldados, estudiantes y todo aquel que deseaba participar del espectáculo.
Era la plaza de las fiestas, de los pregones y de los ajusticiados. Como contrapunto del bullicio aparecía, a veces, el cortejo presidido por el verdugo -Morro de Vaques- y acompañando al reo iban los clérigos exhortadores y los cofrades de Nuestra Señora de los Inocentes y Desamparados. La Cofradía solicitó de la Justicia recoger el cadáver del condenado, que enterraban en el cementerio de la iglesia de los Santos Juanes y posteriormente junto al barranco de Carraixent, en un pequeño cementerio que todavía subsiste. Sin embargo, en ocasiones, el cuerpo del ajusticiado quedaba colgando en la horca durante horas y la gente rehuía la zona, aunque el humor negro se inspirase para sacar coplas y versos, como los que recogió Jaume Roig: «Ni mentjaria carn del mercat si hom penjat algú hi havia...»
Según las crónicas, la instalación de la horca es anterior a 1409. Orellana la describe de piedra picada y situada en medio del Mercado, frente a la Lonja. En 1599 se derribó, ya que con motivo de los festejos celebrados en honor de las bodas de Felipe III y la Archiduquesa de Austria, allí se colocó un acro triunfal. Después se construyó una nueva horca y en 1622 se demolió para el faustuoso recibimiento de Felipe IV. A partir de esa fecha la horca se alzaba únicamente cuando se ajusticiaba; y en ella fue ejecutado José Romeu y Parras, el Palleter, por haberse levantado en armas contra los franceses.
Lugar preferido, también, para la concentración festiva, la plaza del Mercado fue marco de brillantes ejercicios ecuestres y torneos. Se instalaban barreras y tablados, ondeaban gallardetes y de los balcones y ventanas pendían colchas, terciopelos y damascos. Enrique Cock, en su libro «Relación del viaje hecho por Felipe II en 1585 a Zaragoza, Barcelona y Valencia», describe con minuciosidad las corridas de toros y las justas, en las que cuarenta y ocho caballeros, divididos en seis grupos de ocho, distinguiéndose por el color del atuendo y preseas, se arrojaban cañas y cambiaban caballos siguiendo la antiquísima costumbre usada por los árabes, para obtener el favor de damas y doncellas. Torneos que aún serían superados por los que acontecieron con motivo de las bodas de Felipe III.
En el Mercado, las corridas de toros continuaron hasta 1743; año en que se trasladaron como consecuencia del accidente que provocó la caída de una de las almenas de la Lonja, arrancada por las cuerdas que sostenían el toldo de la plaza; suceso en el que murieron varios espectadores... Pero volvamos a ese Mercado Nuevo conocido también como el de Los Pórticos que, inaugurado en 1839, comienza a ser insuficiente y acusa malas condiciones en las últimas décadas del siglo.
La campaña desencadenada en la prensa criticando su situación y el auge de una sociedad claramente burguesa que aspira a la demostración de su bienestar, contribuyen a que el Ayuntamiento tome la decisión de construir un gran mercado totalmente cubierto. Para tal efecto nombró a una comisión de estudio que examinara las propuestas recibidas. Fue aceptada la de los arquitectos municipales Ferreres y Monforte; sin embargo, la corporación abrió un concurso de proyectos, como base previa, en 1882.
En la convocatoria de 1883 quedó desierto el primer concurso; y en el segundo fue premiado el proyecto de Luis Ferreres y Adolfo Morales de los Ríos, que no llegó a realizarse ante la demora que exigía la reforma interior del casco urbano. En esta larga espera, Teodoro Llorente publica «Valencia» y al referirse al Mercado escribe: «Aún conserva algo de su antiguo aspecto. Guarda en cartera el Ayuntamiento el proyecto, ya aprobado, de una magnífica fábrica a la moderna, de hierro y cristal, para albergar a los vendedores; pero, entretanto, continúan estos acampados a la intemperie (lo cual no es en nuestro templado clima inconveniente tan grave como en otras partes), y se defienden del sol con desiguales y desordenadas velas de lona, que contribuyen a dar a la concurrida y bulliciosa plaza aires de zoco morisco o de bazar oriental».
Siendo alcalde Justo Ibáñez Rizo, en 1910 se convoca un nuevo concurso, y de los seis proyectos presentados se elige el de los arquitectos Alejandro Soler March y Francisco Guardia Vial. Ambos se habían formado en la Escuela de Arquitectura de Barcelona y habían trabajado en el equipo de colaboradores de Luis Doménech Montaner, arquitecto que se caracterizó por un estilo propio dentro de las líneas del modernismo.
Los arquitectos Alejandro Soler March y Francisco Guardia Vial, a instancias de la Corporación, modificaron el proyecto original y el Mercado se construyó de acuerdo con el fechado en noviembre de 1914, obra que terminaron los arquitectos Enrique Viedma y Ángel Romaní en el año 1928. Alfonso XIII protagonizó el acto protocolario con que se iniciaron los derribos. El 24 de octubre de 1910, con una piqueta de plata dio varios golpes en el muro del número 24 de la plaza del Mercado. Al monarca le acompañaban la Reina Victoria Eugenia, el Presidente del Consejo de Ministros, don José Canalejas; el Ministro de Gracia y Justicia, don Trinitario Ruiz Valeriano; el Capitán General, el Arzobispo de la Diócesis, Gobernador Civil, Alcalde de la Ciudad, Presidentes de la Diputación y de la Audiencia, Gobernador Militar, Comandante de Marina, Rector de la Universidad, Cuerpo Consular, Ordenes Militares, Senadores, Diputados y diversos representantes de sociedades y corporaciones.
Los derribos fueron lentos, se acumularon dificultades de toda índole y las obras parecían eternizarse. El solar en el que se asentó el Mercado Central -más de ocho mil metros cuadrados de superficie- abarcaba el del Mercado Nuevo, tres manzanas con 42 casas, calle de las Magdalenas, parte del Molino de Na Rovella y del Conde Casal. Por fin, dieciocho años después del golpe de la piqueta, el 23 de enero de 1928, se inauguró el grandioso Mercado; y, como lo exigía el paternalismo de la época, en sus naves se dio una comida extraordinaria a más de dos mil pobres, servida por jóvenes de la élite social.
En numerosos barrios de Valencia, a principios de siglo, funcionaban ya mercados de relativa importancia como los de la Congregación, Mosén Sorell, Pilar, Serranos, Plaza de San Francisco, Ruzafa, Jerusalén, San Sebastián y Colón, pero la costumbre tradicional imponía una visita periódica al Mercado Nuevo; y la política municipal acentuó su carácter prioritario al construir el Mercado -nunca mejor llamado- Central. La Corporación quiso distribuir las funciones ciudadanas según un esquema triangular: la Plaza de la Virgen como centro religioso; la Plaza de Emilio Castelar (hoy del Ayuntamiento) como enclave para los asuntos cívico-administrativos y financieros; y la Plaza del Mercado para el desenvolvimiento mercantil. Este se consiguió durante décadas; perduran todavía una serie de calles confluyentes, en las que platerías, pescaderías, tiendas de tejidos, confección y coloniales se suceden manteniendo un aire antañón en los elementos decorativos, maniquíes planos, mostradores de madera y emblemas que son reclamo publicitario a la intemperie.
Como ejemplo, ahí está el reluciente «Sol» en una atmósfera que huele a canela, pimentón y nuez moscada; y en la calle de La Bolsería, «La Labradora», silueta de madera recortada sobre la fachada de una colchonería donde aún se prefiere la lana a la goma-espuma y los muelles. La espectacularidad del Mercado Central no rompe la estética de la plaza donde destacan la Lonja y los Santos Juanes. Es, indudablemente, el edificio más representativo de Valencia a principios del siglo XX; el de la ciudad que avanza en el progreso y se siente orgullosa del potencial agrícola de su huerta; sentimiento que se trasluce en la ornamentación cargada de fantasía alegórica.